martes, 30 de agosto de 2016

Conversar: un gran y "tramposo" negocio.

Soy psicoterapeuta... y siempre he dicho que mi trabajo es "tramposo". Pero no por ser deshonesto o por vender espejitos. No. Digo que es tramposo porque el psicoterapeuta cobra dos veces por el trabajo. Me explico mejor:  mi trabajo es crear espacios conversacionales que, de alguna manera, sean útiles para mis clientes. Y sí, mi trabajo es brindarle a quien me contrate, a través de las conversaciones, alternativas para sus situaciones de vida o su propio conocimiento. Sin embargo me queda claro que en esa transacción de puntos de vista, a parte de lo honorarios que recibo, hay una ganancia un tanto no declarada: muchas veces las conversaciones me sirven igual o más que a ellos. Y esto se maximiza mientras más gente haya en la charla.

Súmenle que me gusta hablar en público. Hace tiempo que descubrí esa comodidad al "estar frente a grupo" como le decimos los psicólogos. No sé si lo que hago es docencia, porque realmente no me ando fijando si hago o dejo de hacer esto o aquello al momento de trabajar con grupos, lo que sí sé es que me gusta charlar y me gusta hacerlo en grupo. Es a través de las conversaciones (y no de la instrucción) que consigo compartir lo que pienso y eso, de entrada, lo hace un gran negocio, porque al compartir las ideas e invitar a charlar sobre ellas permites que alguien te diga "Christian, lo que dices es una pendejada..." y que, mejor, tenga razón. Esa la manera en la que más cómodo me siento, porque sé lo que yo sé pero, obviamente, no sé lo que los otros saben. Aunque he descubierto que esta obviedad no la es para todos. 

De hecho, esta manera de trabajar, para aquellos que conozcan a Harlene Anderson, seguramente les resultará un cliché, un argumento que se ha dicho una y mil veces cuando se habla de colaboración: la posición de no-saber es una postura que invita a conocer al otro en el proceso buscando, por un lado, soltar las ideas previas que se tenga sobre la persona o, cuando esto no se pueda, hacer transparente esta dificultad. Esto, trasladado al aula, puede entenderse como una renuncia a la autoridad, como una continua invitación (o reto) para los conversadores a criticar lo que se dice, a exponer su punto de vista y desarrollar argumentos que engrosen, complementen, difieran o, incluso, invaliden lo argumentos que el facilitador propone. Y eso, como en la terapia, es un trabajo tramposo. 

Sí, para mí, esto es un truco, casi una trampa, porque, seamos honestos, ¿quién quiere que le reten sus ideas, que le digan que durante algún tiempo (horas o años) ha estado pensando pendejadas y creyendo en chaquetas mentales que son fácilmente invalidados en un par de palabra?: bueno, yo. Pero, de nuevo, recurriendo los clichés, esto es sólo la mirada con unos anteojos particulares. De la manera en la que lo veo, el que cuestionen tus puntos de vista puede ser lo mejor que puede pasarte, ya que terminas cambiando, adaptando modificándote, reutilizando ideas, plagiándolas y, de alguna manera, haciendo que tengas más cosas que decir durante la charla con ese u otro grupo. 

Lo anterior me hace recordar que alguna vez alguien me preguntó "¿Por qué sistemáticamente le das el beneficio de la duda a todo?" y creo que tiene que ver con mi gusto y comodidad por el cambio, por la movilidad de las cosas, por el disfrute de sacudir la canasta y por los cambios abruptos y provocados. Aun me dan miedo los otros cambios, los llamados imponderables, esos sobresaltos fuera de mi control, sin embargo, los permitidos, motivados y buscados por mi les doy una bienvenida bárbara ya que, como he dicho miles de veces, si no creyera que la gente puede cambiar no me dedicaría a los que me dedico.